En la esquina de una habitación, en aquel departamento parisino en el que vivió sus últimos años Julio, y también Carol, hallamos a Julio de espaldas a una puerta que está abierta a la blancura. La luz que entra, no sólo por la ventana que le da ángulo al cuerpo de Julio; la pared, la cajonera —sobre la que hay un radio—, y más arriba un cuadro enmarcando el dibujo de un gato a pluma, y claro, el librero que se asoma al encuadre, todo es barnizado por el blanco de la fotografía, tal vez incluso de la realidad. Abajo, junto a Julio, que está sentado en el suelo y se recarga en el pretil de la puerta abierta, y si acaso pudiera estirar más su pie tocaría la mesita. Sobre la que tiene una taza de café en su correspondiente platito, y junto algo que —indudablemente— parece un bote de Nescafé: “Siempre que una persona tiene una lata de Nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco”.
Mirarte ahora, esta vieja fotografía que trae tu mirada de gato verde y tú —Julio— eres la única ventana de la esfera que hace de la vida un juego inesperado, siempre bien agradecido y lleno de huellas púrpuras que te esconden por debajo tantas cuartillas con interminables caminatas, un café escondido por un caracol y un pucho que enciende un cigarro, o más bien, un cigarrillo. Una pequeña frase es suficiente para escuchar tu voz e imaginar que andas por ahí mirando siempre por encima del hombro, diciendo vaya a saber qué.
Julio está sentado en el suelo, y en una mano sostiene una cámara profesional de fotografía. Tiene sus piernas en ele, como si no hubiera otra forma de acomodar sus dos metros de estatura en aquel rincón. La expresión de Julio es una muy peculiar, no mira a la cámara, más bien es sorprendido desde la ventana que da al balcón, ese balcón que en la parte de la recámara abierta se hace silla, bolsa, acero borroneado por la bruma, y que en el preludio de alcanzar a Julio y a Heidegger se hace casi página en blanco, se hace también mecedora de granadillo y mimbre. Julio precisamente señala con un dedo y con una sonrisa ese ser que se asoma desde el balcón, que coloca su pata en la ventana y lo observa, y se reconocen como dos gatos que son incapaces de presumir la sabiduría que hay más allá de sus miradas.
Hay una cita en esta tierra de papel rayado que te encuentra altísimo y sorprendido, con barba o sin barba, con lentes o sin lentes, con la mano recargada en el rostro o sosteniendo la trompeta. Y esa sonrisa de placidez aunque se tengan los zapatos inundados en lluvia, y seas tú el que frota la mente dentro de un caleidoscopio de la escritura, en el reflejo Rembrandt que ilumina toda figura literaria fuera de sus casillas, pululando hacia los lados en lugares siempre insólitos.
El gato —Heidegger— es el detonante del instante que hace posible la sonrisa de Julio y el movimiento de su mano hacia arriba, como si el acto siguiente fuera acercar el dedo al vidrio, y entonces recorrer con un dedo la humedad del vidrio sobre la que descansa la bruma y la mirada de Heidegger, un juego de perspectiva para seguir sonriendo, para después abrir la ventana y dejar que entre. Tomar esa taza de café y respirar la mañana, dar de comer al gato como si el tiempo fuera eterno.
El impacto sufrido por esta fotografía, el puctum, diría Barthes, fue la taza de café,
precisamente esa taza de café tan reconocida por mí,
esa taza que descansa sin premura alguna sobre nuestras mesitas,
esa taza que por supuesto, y esto lo sabía de sobra Julio, un buen día no está,
ese gato que también se va,
esa bruma de tarde o mañana que vuelve siempre con otras personas,
ese tiempo que el jazz puede eternizar en nuestros radios,
esos cuadros que inmovilizan el tiempo,
la cajonera de la que hoy puedo sacar unos cigarros y mañana, tal vez no sea yo la que cierre la puerta o vea las nubes desde mi ventana, acaricie a mis gatas, y la vida, la vida me sorprende tanto que ese instante fue, ese instante es en un libro, es en la memoria de nadie, sólo lo que yo pueda imaginar, esa sonrisa que en su momento se apagó y se volvió a encender —yo no sé cuántas veces más— pero un día se apagó del todo, un día ese cuerpo recargado en el pretil de la ventana terminó en el cementerio de Montparnasse, un catorce de febrero para ser románticos, Julio, ¿a quién nos dirigimos cuándo vemos fotografías como ésta?
Las ideas —después de sostener tu voz ronca sobre cualquier libro— van subiendo en popote ondulado, sobrepasan todo sueño de atmósfera cronopial, porque derribas el universo deletreado
entre realidad y ficción, muerte y vida.
No es un querer superfluo,
no es la obra de arte que se admira sin entender,
no es la magia y las frases comunes de tantas personas que han evocado tu nombre;
es lo que encierra toda noción de paradigma contenido en lo que tu dedo muestra, cual pajarito mandón, de lo que es-estar-aquí;
respirando,
bajo la nube que se parece tanto a
fumando un cigarro mientras buscas
Comprender; no la escritura,
el tiempo recubierto por ese musgo que es el amor.
La comezón de vivir todos y cada día que se suponen en la vida misma.
(Parece complicado) Sólo es saber desde allá: en donde te encuentras en este mismo tiempo, vivo y muerto, siendo dentro de la telaraña de rocío, o el pato que nunca mira porque corta el lago y lo hace infinito, nimio. Este es el cielo y la tierra causa de interminable persecución.
Después, ya no hay remedio. Se tiene una solución más amable del presente, de la anegada rutina y mañana, ayer —que es lo mismo— no se regresa al mismo sitio, porque cada momento es violentado por una cuchara pequeña, un guiñapo de casualidad, un acuario, un cordón de brownie que ahorca nuestro dedo y es suficiente —Julio, siempre ahí pero dónde, cómo— porque una frase se convierte en el transporte ideal para llegar hacia aquel lado que no imaginas, ni inventas, simplemente solucionas.
Y qué alivio para respirar hondo y saberse dentro.
¿Y entonces por qué duele?
¿Cómo soltar la realidad (nuestro fragmento de pieza amaneciendo a destiempo) a situaciones análogas?
¿Cómo entonces..?
—Sábelo allí, donde estés—
Te veo sentado en la cocina de la abuela, el piso está inundado y te empapa los zapatos. Ves detenidamente el calendario, exhalas humo.
Giras la cabeza y me ves.
No te sorprendes.
Sonríes.
Te hago una pregunta.
Mi sueño es la pregunta, todo ese tiempo que sólo cabe en mi mente.
Aprietas tu dedo contra mi boca, como tantas veces lo he leído, ese gesto que consiste en vaciar verticalmente nuestro encuentro para ponerlo a salvo y aguardar, esperar el remedio que parece salir fuera de control, como si pudieras medir con alfileres una época que no me corresponde, tampoco a ti, y esa tristeza se va flotando como botella al mar para tus ojos, esa manita que se alarga sin poder tocarte. Y duele tanta precipitación a lo fantástico, ese constante arrancar la costra del desahogo y los buenos días acostumbrados casi traumáticos. Huele a lluvia de literatura, a ceniza fresca, a silencio encerrado, y cada vez que miro sigues ahí, con ese mismo guiño, con esa distancia que marca una raya de comienzo y fin.
Cuando me doy cuenta del mundo es demasiado tarde, otra vez sentada en la alfombra, y el amor no se aprende de ir a la escuela todos los días, hay otras formas, la sensibilidad se encarna en otro lado que no es la realidad, de tu lado que no conocí y que sólo conozco con la nariz pegada al cristal. Las noches de recargar la espalda y mirar en el humo del cigarro la silueta de los sentimientos, abrir la ventana y ver la ciudad deslavada. Allá enfrente hay una casa en el abandono y le crecen plantas, aquí estás tú en una postal con los hombros cobrizos, pecas, barba, sombrero y pipa. Julio, sólo respondes con el perfil disecado por una Polaroid, con palabras impresas por Sudamericana, con migajas que una va recogiendo poco a poco para quedar atrapada por el mundo-Julio y el mundo que, inevitablemente, ya está construido. Este andar con una solemnidad de atardecer, de brusca efervescencia y desvarío.
Llego atrapada por el agua que sale por debajo de la puerta. Entro a la cocina en la que observas un calendario. Y te pregunto. Tú me miras sin sorpresa, como si estuvieras a punto de pedir un café y volver al calendario. Tal ves tú lo sabes, allí, donde estés.
Te veo, y es la fotografía la que me sabe a un secreto voluntario en el tiempo, como si lo hubieras dejado de antemano para estupefacción de cada vellito en mis brazos, que quisieran tenerte por un momento, un momento de tantos. A veces es preciso abandonar esta llamada externa al espacio, encontrarte de la manera más sencilla sin mover el paño del cristal, sin vivir antes, sin ser tú más viejo o más alto, tan sólo tirar de las palabras como pétalos a un camino transparente en la memoria, premeditado, ya conocido, arrojar este texto con la voluntad de una valkiria enamorada.
Allá, Julio, donde estés.